23.2.14

¿Qué significado tenía la primavera si pronto llegaría el otoño y todo lo que brotaba se marchitaría? ¿Cómo podíamos sentirnos dichosos ante el renacer de las hayas y el regreso de los estorninos, o ante la creciente altura del sol en el cielo por cada día que pasaba? Pronto daría todo la vuelta y seguiría el rumbo opuesto hasta la oscuridad de los días y el frío, sin una flor ni hojas en los árboles. La primavera sólo nos recordaba que pronto desapareceríamos nosotros también.
Cada vez que levantaba un brazo era un aviso de que pronto bajaría y el gesto quedaría en nada. Cada vez que sonreía y reía me acosaba el pensamiento de cuántas veces lo haría con esa misma boca, esos mismos ojos, hasta que un día ya no se abrirían más, y entonces otros llorarían y reirían hasta ser también ellos enterrados bajo tierra. Sólo el paso de los planetas por el cielo parecía ser eterno, y ni eso, porque una mañana Pierre Anthon explicó a grito pelado que el universo se comprimía hasta que un día llegaría al colapso total, un Big Bang a la inversa. Todo quedaría tan reducido y apretado que sería como nada. Ni siquiera los planetas resistían ser sometidos a tamaños razonamientos. Y así era con todo. No existía nada que resistiera.
Resistir. Persistir. Todas las cosas, ninguna, nada.
Andábamos por ahí como si no existiéramos.
Los días se parecían. Y aunque durante toda la semana esperábamos el fin de semana, éste siempre nos decepcionaba y ya era lunes de nuevo; y todo volvía a empezar; y eso era la vida y nada más. Empezamos a entender lo que Pierre Anthon intentaba decirnos. Y también por qué los adultos tenían ese aspecto. Aunque hubiéramos jurado que nunca nos pareceríamos a ellos, había ocurrido. Y ni siquiera habíamos cumplido los quince.
Trece. Catorce. Adultos. Muertos.